Saturday, September 11, 2010

Porque Yo Lo Digo: Prohibición

Washington DC, 1920, el gobierno federal de los EEUU decide prohibir el consumo de alcohol en territorio estadounidense. La decisión empuja a los consumidores de alcohol –a efectos prácticos, todo el mundo- a la clandestinidad y otorga a las organizaciones mafiosas una oportunidad de oro para ganar más dinero e influencia del que jamás habrían soñado. La prohibición, evidentemente, sólo empeoró lo que hasta entonces era un problema de ámbito personal y calló por su propio peso; en 1933 fue derogada –siendo la única enmienda a la Constitución de los EEUU que ha sido derogada hasta el momento, casi nada- y los ciudadanos de los EEUU pudieron volver a castigarse el hígado libremente, pues ese había sido siempre su derecho.

No se puede decir que el mundo aprendiese la lección de manera inmediata, pero durante la segunda mitad del Siglo XX sí se pudo apreciar –en algunos lugares, claro- una cierta tendencia a resolver los problemas atacando su raíz y permitiendo a los ciudadanos decidir si era o no un problema. Por desgracia esto era un espejismo, la moda del Siglo XXI es matar bacterias a mazazos.

¿Por qué concienciar a los padres para que enseñen a sus hijos a comer bien? Es mucho más fácil prohibir la venta de bollos y acribillar a impuestos a los productores de chucherías. ¿Regularizamos la prostitución? No por Dios, es mejor ir cambiando a las putas de calle y rescatar a las víctimas de la trata de blancas cuando ya les han arruinado la vida. No nos importa que la gente fume ya mucho menos que hace tan sólo veinte años, hay que prohibir el consumo de tabaco en locales, o incluso en vehículos privados, aunque eso mande a la ruina a cientos de propietarios de bares, amenace a los estancos y sin tener en cuenta nuestro derecho a elegir si fumar o no.

Y el caso es que lo del tabaco puede llegar a entenderse, ya que se trata de un tema de salud pública, pero por desgracia hemos asistido hace poco a una de las demostraciones de manipulación política y negligencia institucional más vergonzosas que he visto en mi vida –y siendo español ya son unas cuantas-: la prohibición en Cataluña de las corridas de toros. Sé que me estoy metiendo en terreno pantanoso, pero les animo a que no se dejen llevar por el arrebato verde y escuchen lo que tengo que decir.

En primer lugar quiero dejar claro que las corridas de toros me aburren, nunca me han interesado, jamás les encontraré el sentido y, de hecho, todo su entorno cultural me resulta completamente alienígena, soy incapaz de conectar con ello. Es precisamente este el principal motivo por el que estoy en contra de su prohibición. Las corridas de toros están –o estaban- muriendo, es una manifestación cultural que cada vez atrae menos a la gente, que las ven como una tradición rancia y demodé que no tiene nada que ver con ellos. Piénsenlo ¿Cuánta gente de su edad –asumiendo que pertenecen a las generaciones nacidas en torno a 1980- conocen que realmente les gusten los toros? Yo podría contarlas con los dedos de una mano, o puede que dos si tenemos en cuenta que estudié en Salamanca. El resultado es muchísimo menor que apenas dos generaciones antes, y todo gracias al esfuerzo colectivo de nuestra sociedad por fomentar el amor a los animales, esfuerzo que estaba resultando tremendamente eficaz y que se ha ido a la mierda por culpa de la bochornosa decisión del Parlamento Catalán, que de un plumazo ha convertido la tauromaquia en un evento antisistema.

Han leído bien, bochornosa, porque eso es lo que ha sido. Ha sido bochornosa porque dinamita la economía de cientos de personas que viven del evento. Ha sido bochornosa porque es una decisión que poco o nada tiene que ver con el amor a los animales, por muy engañados que estén toda la panda de masca apios que se pasan el día manifestándose para acabar con las corridas y los encierros pero no mueve ni un músculo para salvar al lince ibérico –que ese sí que está en peligro de extinción, por si no se han dado cuenta-. Ha sido bochornosa porque presupone un nivel cultural inferior y una catadura moral abyecta a aquellos que disfrutan de las corridas de toros, a pesar de que hombres y mujeres muy ilustres han sido y son aficionados a las mismas. Ha sido bochornosa porque supone la imposición del criterio de unos sin tener en cuenta la opinión de sus conciudadanos. Ha sido bochornosa porque supone la elección de la prisa y la prohibición en detrimento de la paciencia y la educación. Y eso, amiguitos, es algo muy peligroso, porque nunca se sabe qué se les ocurrirá prohibir mañana.